Por Leticia Rebeca Gasca. Ahí estaba. Sentada en el piso veintitantos de un corporativo internacional, lista para la última entrevista que definiría mi ingreso a las filas del área de “Responsabilidad Social y Comunicación” (desde el nombre debí suponer que algo estaba mal) de la firma, cuyo nombre no mencionaré porque en realidad, podría ser casi cualquier gran empresa.
En fin, la persona encargada del área trató de introducirme a las tareas que realizan. Todo iba bien hasta que comenzó a describir su iniciativa sustentable más importante… dijo algo así:
“La verdad, es que no queremos gastar (¿gastar?) mucho (¿mucho?) en responsabilidad social, así que nuestra práctica estrella es reforestar (¿reforestar?), porque el gobierno nos regala los árboles y los empleados tienen que ir a plantarlos. Así no gastamos nada y atraemos la atención de los medios de comunicación”.Después de escuchar eso hice dos cosas: respiré profundo para no reír o llorar y tomé la decisión de que no tenía sentido trabajar en el departamento de responsabilidad social de una empresa millonaria si no están dispuestos a invertir y a hacer las cosas bien.
Ese fue el día en el que me desenamoré de las iniciativas empresariales enfocadas al plantado de árboles. Y la verdad, es que no tengo nada en contra de plantar árboles siempre y cuando se les dé el adecuado mantenimiento para garantizar su supervivencia; de hecho, he participado en varias jornadas de reforestación y quienes mejor me conocen saben que prefiero admirar un árbol que una flor. Tampoco estoy en contra de que las empresas tengan iniciativas de éste tipo, lo triste, es que éste sea su principal proyecto ya que consideran a la RSE un gasto.
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