Por Carlos Javier Delgado. Si bien las dos últimas décadas del siglo XX y la primera del siglo XXI fueron y han sido testigos históricas del proceso por el cual, varios de los Estados Iberoamericanos se lanzaron en masa a la tarea de reeditar sus textos constitucionales con el propósito de allanarlos a las realidades política, social, jurídica y económica de la región y del mundo contemporáneo, es común denominador entre todos ellos haber dejado de lado una mejor y más completa inclusión en sus textos de una de las instituciones más importantes de nuestro tiempo: la empresa.
Fue Adela Cortina quien en su momento, en una de sus obras más conocidas y difundidas –Ética de la empresa: claves para una nueva cultura empresarial- manifestó que, siendo la nuestra una sociedad de organizaciones, el ejemplo a seguir por todas las demás (incluso por el propio Estado) habría de ser inexcusablemente la empresa. Otras mentes como Alejando Llano, profesor de la Universidad de Navarra, manifiestan de manera categórica que la empresa moderna se ha erigido como una de las instituciones sociales básicas, a la par de la familia y la escuela. No obstante, la importancia otorgada a la empresa por las Constituciones Iberoamericanas es, en la mayoría de los casos, considerablemente limitada.
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